viernes, 10 de agosto de 2012

145.



Cuando la conocí me pareció una chica rara, no entendí qué hacía ella en nuestro colegio.  Ni siquiera hablaba gallego como el resto de nosotros, tampoco vestía como las demás niñas. No pude ver a través de todo aquello, me quedé en su aspecto.  Todos sabíamos que ella no tenía padre y para nosotros resultó muy extraño, por eso nos repulsaba estar con ella. Su madre daba clases en el colegio y todos la querían como profesora.  Pero la niña, ella solía acercarse a nosotros y ver como jugábamos, como construíamos, no nos decía nada, parecía temernos, observaba a distancia. Un día se acercó, nos habló en gallego, con nuestro mismo acento, quiso jugar y le dejamos. Demostró que podía ser como nosotros. Poco a poco, la aceptamos. Le cogimos cierto cariño. Un día fui a su casa, comimos ositos de gominola, ella los ordenó por colores, luego se los comió uno a uno. Dijo que así parecían una gran familia, “como vosotros”, eso dijo. Un rato después le pregunté donde estaba su padre. Ella me miró en silencio, luego respondió “Se fue, nos abandonó, ahora tiene otras hijas y otra mujer, quizá nosotras no fuimos  suficiente para el, no lo sé”.  Fue ese día, en ese minuto, en ese segundo, cuando ella pasó a formar parte de mi propia familia. De nuestra familia. Porque merece tener una familia, que la quiera, que la acepte. 

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